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#REFLEXIÓN · Revolución: “Nadie se salva solo”.

Revolución: Nadie se salva solo.

Hoy NO estamos aquí reunidos para recordar un hecho del pasado.  Si todavía, a más de dos siglos de aquel Mayo fundante seguimos mirándonos frente a esta bandera, es porque hay cosas que aún nos duelen. Es porque hay preguntas que siguen vivas. Estamos acá, no por nostalgia, sino por herencia. Por esa herencia incómoda que no se guarda en vitrinas, sino que se transmite como posta, como deuda moral. No venimos a repetir nombres,  sino a encenderlos. A decirnos y recordarnos una vez más, que la revolución no fue un acto aislado, sino una decisión colectiva de hacia donde caminar. 

Esa libertad de la cual hablamos no fue un slogan ni un regalo mesianico. Fue un proceso de construcción colectiva, dolorosa, contradictoria, hecha por hombres y mujeres que decidieron que este suelo podía ser otra cosa que una periferia funcional al poder de otros. Fue un grito que dijo: nadie va a escribir nuestra historia en nombre ajeno. Y fue también una acción: la de los pueblos que se rebelaron, que se organizaron, que pelearon desde abajo.

Entre esos pueblos y esas luchas, aparecen dos nombres que no se pueden borrar: Manuel Belgrano y Martin Miguel de Güemes, dos hombres que no se limitaron a representar una causa sino a encarnarla. 

Belgrano, abogado y economista formado en Europa, podría haberse quedado en los márgenes ilustrados del poder. Pero eligió otro camino. Eligió la revolución. Renunció a los beneficios de su clase, donó su fortuna para fundar escuelas, se volvió militar sin formación castrense y encabezó campañas desiguales en nombre de la libertad. Murió pobre, pero con la dignidad intacta.

Güemes, por su parte, comprendió que la defensa del norte no se podía hacer desde un escritorio ni con ejércitos regulares. Formó milicias con gauchos, indígenas y campesinos. Construyó un ejército popular, incómodo para los de arriba, vital para los de abajo. Su guerra fue la guerra de los olvidados, de los sin rango, de los que no tenían título pero sí territorio. Lo mataron combatiendo, sin rendirse. Y su nombre hoy es sinónimo de resistencia.

Güemes, Belgrano, las mujeres de las provincias, los gauchos, los afrodescendientes, los pueblos originarios… fueron parte de un proyecto que no fue homogéneo ni perfecto, pero que en sus gestos más nobles encarnó una verdad poderosa: que lo común es más fuerte que lo individual, que la libertad no se decreta desde arriba, se construye desde abajo y entre todos.

Hoy, más que homenajearlos, venimos a interrogarnos: ¿Qué hacemos con esa libertad que soñaron? ¿Qué hacemos con esa revolución que quiso alterar el orden de las cosas, repartir la palabra, el pan y el poder?

Porque si algo hemos aprendido con el tiempo es que la historia no sirve para recitar fechas, sino para revisar nuestras elecciones. Sirve para incomodarnos. Sirve para volver a preguntar, como en 1810: ¿De qué queremos independizarnos hoy? ¿Del “sálvese quien pueda quizá”? ¿Del cinismo del “si estás mal es porque no te esforzaste”? ¿De ese algoritmo que te mide por likes, por productividad, por eficiencia, como si la vida no tuviera derecho al descanso o al abrazo?

Nos quieren hacer creer que lo viejo no sirve. Que el pasado es una carga, que hay que mirar “para adelante”. Pero hay verdades que no envejecen. Hay ideas viejas que descansan en la fuerza de nuestros patriotas. Y una de ellas, quizás la más olvidada en esta época de egos, de selfies y meritocracias, es esa que dice “nadie se salva solo”.

Güemes lo sabía: por eso no esperó órdenes desde la capital ni puso su esperanza en los poderosos. Organizó la defensa del Norte con su pueblo, con los de abajo, con los que siempre pagan la guerra pero rara vez escriben la historia. Belgrano también lo sabía: por eso eligió la educación antes que la riqueza, y murió sin propiedades, pero con la convicción de que el futuro se construye con menos dinero y más escuelas. 

No hubo cámaras. No hubo marketing. Nadie cotizaba su imagen en redes ni especulaba con su nombre. Lo que hubo fue entrega absoluta. La revolución fue una lucha encarnada en los cuerpos, fue dolor colectivo, fue esperanza construida con las manos, desde abajo… y para todos.

Y sin embargo, más de doscientos años después, seguimos atrapados en la lógica del éxito individual. Seguimos creyendo que si uno “quiere, puede”, aunque el punto de partida esté condicionado por el color de piel, por el barrio, por el apellido, o por el saldo en la cuenta bancaria. Lo que en 1810 era exclusión por linaje o por raza, hoy es exclusión de clase. La desigualdad cambió de formas, pero no de esencia. Y si algo nos ha enseñado la historia es que la desigualdad, en cualquiera de sus formas, MATA.

Hay quienes naturalizan que algunos vivan sin agua, sin pan, sin voz, sin derechos, mientras otros acumulan desde la especulación y el privilegio. ¿Esa es la patria que soñaron Belgrano y Güemes? ¿Un país con techos de cristal y suelos de barro? ¿Una república donde el mérito vale más que la VIDA?

La revolución no terminó. La historia no cerró. La posta sigue corriendo. Y hoy nos toca a nosotros decidir qué hacer con ella.

Porque, aunque algunos quieran borrar ese gesto inaugural, la Revolución de Mayo fue eso: un acto de amor colectivo. Una apuesta al “nosotros” en un mundo de “Reyes”. Un intento de pensar un país para todos y no solo para los de siempre. Donde la educación era una prioridad política. Donde la solidaridad era una estrategia de emancipación y donde la política no era una mala palabra, sino un camino de transformación. Belgrano y Güemes lo entendieron. Por eso pusieron todo. Hasta la vida. Y nosotros, ¿qué ponemos?

Hoy no alcanza con recordarlos. Hay que recuperar su gesto. Su desobediencia. Su ética solidaria. Hay que hacer de la libertad una práctica compartida. Hacer de la patria un lugar donde el amor al otro sea una forma de resistencia frente a la cultura del descarte.

Porque lo viejo funciona… cuando no se usa para disciplinar, sino para inspirar. Cuando se vuelve presente en los colores de nuestra bandera. Cuando nos recuerda que la independencia no es solo un grito del pasado, sino una forma de vivir y actuar en un mundo desigual.

Y porque, aunque quieran convencernos de lo contrario, la historia lo grita y nuestros próceres lo vivieron en carne propia: nadie, pero nadie, se salva solo. Solo la trama común nos sostiene. Ni en las guerras, ni en las revoluciones, ni en los días grises donde la patria parece una promesa lejana. Solo lo colectivo nos rescata.

Muchas gracias.